cuando la tristeza y la alegría viajan en el mismo tren


hay sonrisas más tristes que las lágrimas.

Yo trabajaba en uno de esos rascacielos de Frankfurt.
Ella, la chica de gabardina negra, lloraba en la estación.
Lloraba como si nada ni nadie pudiera consolarla, como si tuviera la certeza de que un suspiro de vida se escapara con aquel autobús.
A lo lejos, pude divisarlo a él. Tras la ventanilla escribía algo en un papel, probablemente en un diario, y lo mostraba por el cristal.
Desde mi rascacielos no pude leer qué ponía él, lo que sí pude leer era su lucha contra alguna lágrima, que amenazaba en ese día de sol.
Pero creo que puso "sonríeme" y algún apodo cariñoso con el que soliera llamarla (por ejemplo "buu").
La chica de la gabardina negra sonrió, aún con lágrimas en los ojos, pero sonrió, y eso solo podía conseguirlo él.
Puso su mano contra el cristal, creyó tocarla, vió su sonrisa. Lloró.
Ambos lloraron, aunque quizás a los rascacielos de Frankfurt, eso nunca les importó.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Porque al final, después de todo, solo quedan los sueños compartidos, las sonrisas cómplices, las sensaciones viscerales en forma de lagrimas que surgen en el momento mas oportuno y te dicen que lo que parecía frío solo era la tontería de un momento dado...

Porque los rascacielos al fin y al cabo no saben nada de amor, y yo aunque odio el amor, creo en las gabardinas oscuras combinadas con el rojo carmin.

Fantastico post, sigue así.